LA SEVERA SE DESPIERTA 6 AM
La Severa se despierta. 6 am. Los horarios del convento son muy apretados, las hermanas superioras la observan cuando está como dubitativa; hay tardes en que quizás sentada al pie de una ventana, luego de haber realizado las tareas sacramentales, reposa en la nada, con una mirada perdida y hasta un poco fatalista, como si intentara escapar de un sueño terrorífico. Por eso las hermanas saben que a La Severa nadie le exige en demasía, saben del horror de sus vivencias, de la cuestión del Innombrable, del gaucho violador, del gaucho endiablado al que Dios no le mira los ojos. Saben y por pudor suelen no hablarle, ni siquiera le ofrecen agua, dejan que la pobrecita se la sirva sola. Ahora bien, La Severa sufre. No sólo del miedo profundo, ese miedo riojano y lleno de polvo, ese impotente, sino también de una soledad, profunda e incómoda. No hay familiares, ni un gaucho amigo, ni una monja que le relate alguna historia pequeña para alegrarse la tarde fría de convento. Al convento tuvo que ir forzada, huyendo de la mano fastuosa y abrasadora del Tigre. De esa boca que mata, de esos dientes filosos. ¡incluso de higos envenenados! Ay la pobrecita, La Severa. Y nadie la convida siquiera con agua: “esa es La Severa o así le dicen. Huyó del Facundo. La han violado, ultrajado. La pobre no tiene familia y está sola como un perro. Solo el niño jesús puede darle una manito y aquí, en el convento, la madre superiora ha decidido hacer la vista gorda con todo eso de la virtú robada y darle un espacio, si bien pequeño, en los cuartos del fondo”.
AZUCENA VILLAFAÑE ERA UNA MUJER
Azucena Villafañe era una mujer que soñaba con conocer el océano Pacífico, el baile de salón francés; ansiaba enamorarse de un hombre correcto y enamoradizo, inteligente y refinado, musical y sensible. Cuando nadie la veía, solía acostarse debajo de la higuera y cantaba vidalas y carnavalitos que una vieja del monte le había enseñado. Tenía las manos suaves y delicadas; sus facciones recordaban un aire europeo que siempre la había enorgullecido. El polvo de La Rioja nunca le había llegado al alma y en su cuaderno amarillo anotaba frases de otros que le placían o versos de amor que inventaba.
ROMPIÓ LA PUERTA BLANCA DE UNA PATADA
Rompió la puerta blanca de una patada y se dirigió con paso firme al cuarto de la madre superiora. “Que las saquen a todas”. No hizo falta que gritara; la mujer temblando pidió un vaso de agua para el General y rápidamente dio la orden de que todas las muchachas se pusieran en fila en la puerta del claustro. Cuando la hermana Francisca preguntó qué ocurría, los ojos de la monja se abrieron demasiado y la joven salió despedida de la habitación.
El rumoreo temeroso y femenino se hacía cada vez más fuerte en los pasillos del convento, y el paso firme y apretado se dirigía ahora hacia el patio con aire socarrón. Una vez acomodadas las muchachas celestiales, Facundo palmeó a una en el muslo y en un compás marcado entre la risa y el sonido del taco de sus botas contra el suelo seco, miró detenidamente a cada una de las hermanas, ahora blancas por el miedo, como quien busca a su presa a través del olfato. En la décima joven se detuvo, y le hubiera tocado la mejilla con el dedo, si la muchacha no se hubiera desplomado contra el piso al acercársele.
HACIA EL BAILE DE SALÓN, “C’EST LA FRANCE”
Hacia el baile de salón, “C’est la France” rezaban los carteles de las calles parisinas. Desde el trote sobresaltado y lento de la galera llegó a leer en un cartel una línea en francés que le pareció bonita; sacó su cuaderno amarillo y se dedicó a escribirla, mejor dicho a re-escribirla porque la había visto rápido y quizás ya la olvidaba.
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